A mediados del siglo XIX, William H. Mumler descubrió, por accidente, que él y su cámara fotográfica eran capaces de captar algo que el ojo humano rara vez alcanzaba a ver: los espíritus de los muertos.
Mumler enseguida convirtió su sorprendente “hallazgo” en un lucrativo negocio.
Aunque, desafortunadamente para él, sus inquietantes fotografías, en las que se veía a sus clientes acompañados por sus familiares difuntos, no tardarían en llevarlo ante los tribunales.
Sus sesiones de espiritismo en las que los espíritus inclinaban y daban golpes secos sobre la mesa habían causado sensación por todo el país.
Boston, que aunaba la tradición de disidencia intelectual y entusiasmo por lo trascendental, se había convertido en la capital de todo este movimiento y atraía espiritistas de todos los lugares del país. Todo esto coincidió con la llegada de la nueva era de la tecnología científica –la fotografía, la electricidad y el telégrafo– la gente veía y escuchaba lo inexplicable.
Los Estados Unidos de 1860 era un país afligido por el dolor, inmerso en la guerra civil y la enfermedad. En los sangrientos campos de batalla del Sur, los fotógrafos capturaban la tristeza y la pérdida en blanco y negro. Los supervivientes, desesperados por encontrar algún signo de vida duradera, se aferraban a cualquier esperanza por pequeña que fuera. Y las fotografías que capturaban espíritus era una esperanza más que visible.
Mumler se inició en el arte de la fotografía espiritista por accidente en 1861, cuando tenía 29 años y trabajaba de joyero en Boston. En su autobiografía, “The Personal Experiences of William H. Mumler in Spirit Photography”, Mumler, que era también aficionado a la fotografía, explica que un día, mientras trabajaba en un auto-retrato, descubrió la forma misteriosa de una chica joven en el negativo. Mumler reveló la curiosidad y se la enseñó a sus amistades, diciéndoles que era muy parecida a una prima suya muerta.
De carácter jovial y siempre dispuesto para la broma, decidió bromear con una amigo espiritista y fingir que la fotografía era una impresión real del más allá. El amigo se tragó el anzuelo, y enseguida la noticia empezó a correr por la ciudad, y el diario espiritista “The Banner of Light” (La bandera de luz) se hizo eco de ella.
El espíritu de su prima con toda probabilidad no era más que el residuo de un anterior negativo capturado con la misma placa. Sin embargo, rápidamente aquel residuo se convirtió en una revelación, y Mumler en el oráculo de la cámara, acababa de nacer la fotografía espiritista. Mumler no tardó en dedicar todo su tiempo al negocio de la fotografía, y abrió su primer estudio. Su mujer, Hannah, se unió al negocio. Hannah era la encargada de recibir a los clientes, con los que acostumbraba a tener una pequeña charla en la que solían hablar de los espíritus que querían ver aparecer, antes de pasar a la sesión de posado. Hannah se había ganado una reputación como clarividente y a menudo hablaba sobre los espíritus que rodeaban a los clientes de su marido. Mumler, sin embargo, era sólo una parte pasiva, que se encargaba de canalizar hacía la cámara la fuerza que circulaba a través de él. Tan simple como eso.
Los honorarios de Mumler eran extravagantes. En el momento más álgido de su éxito, Mumler cobraba 10 dólares por una docena de fotografías, cinco veces el precio habitual de la época, sin garantía alguna que aparecieran “extras” en ellas. Muy a menudo, así ocurría y sus clientes tenían que pagar por varias sesiones fotográficas.
Los fotógrafos de Boston no estaban tan encantados como sus clientes con Mumler. James Black, uno de estos fotógrafos, creía que todo era un timo, y creía saber cómo lo hacía. Black se apostó 50 dólares con Mumler que sería capaz de descubrirle. Examinó la cámara de Mumler, la placa y su sistema de procesado, incluso llegó a entrar en el cuarto obscuro con él. En su autobiografía, Mumler habla de la asombrosa incredulidad de Black cuando una imagen con forma fantasmagórica apareció en el negativo.
La técnica que usaba Mumler para hacer sus fotografías era objeto de gran especulación. En 1863 en un ensayo para el Atlantic Monthly, Oliver Wendell, otro ávido fotógrafo, no sólo explicaba paso a paso las instrucciones para obtener una doble exposición, sino que además hacía referencia a la popularidad de las fotos de Mumler: “con un fondo apropiado, fotografías así son un refugio para las mentes débiles”. Para Wendell, una madre que acababa de perder a un hijo, y quería tener una foto de su espíritu, poco le bastaba para verlo. Una mancha con apariencia de ropa de niño en la foto, y una confusa forma redondeada le bastaría para convertirla en su cara.
Aunque muchos de los espíritus de Mumler encajaban en esa descripción de “forma confusa”, la mayoría de sus apariciones tenían facciones humanas y se entrecruzaban con los vivos. Eran espíritus, no fantasmas, y en esta diferencia residía el éxito de Mumler. Mumler retrataba lo que los espiritistas veían, que después de la muerte había un paraíso, con sus propias escuelas, granjas y relaciones personales, pero sin muerte.
El negocio de Mumler empezó a decaer a medida que sus apariciones empezaron a ser consideradas una estafa. Incluso algunos prominentes espiritistas se habían quedado atónitos al descubrir que algunos de los espíritus que aparecían en las fotografías de Mumler eran personas que todavía estaban vivas. En otros casos, se acusaba a Mumler de haber entrado en las casas de sus clientes y haber robado fotos de sus familiares muertos. Cartas enviadas a los periódicos dieron a conocer estas dobles-exposiciones, y la reputación de Mumler se resintió. Mumler no dijo nada, no se defendió, pero con el negocio a la baja decidió que era mejor mudarse a otra ciudad.
En 1868 Mumler llegó a Nueva York, ocho años después de sus inicios como fotógrafo espiritista. En Nueva York siguió con ese oficio y en tan sólo un año, en el que tomó unas 500 fotografías, se convirtió en el fotógrafo espiritista más conocido de la ciudad. Otra vez ese éxito lo puso en el punto de mira de los escépticos, esta vez fue el New York Sun el que envió a Charles Livermore, un financiero que era también espiritista, a tratar de desenmascarar el engaño.
Livermore posó para Mumler y después lo acompañó al cuarto de revelado. La sesión de revelado parecía de lo más normal, hasta que, de manera sorprendente, otra figura apareció detrás de él, abrazándole.
Livermore era escéptico hasta aquel momento, pero entonces creyó. Allí delante de sus ojos, de la nada, su esposa muerta había vuelto a él. Su espíritu le había atrapado.
Allí estaba la prueba, la foto, para todos los escépticos y críticos.
El 16 de marzo de 1869, otro caballero visitó el estudio de Mumler en Broadway. Se presentó como William Bowditch y solicitó a Mumler un retrato con un familiar difunto.
Después de pagar por la fotografía, pero no poder ver el espíritu prometido, Bowditch reveló que él también escondía un secreto: su nombre verdadero era Joseph Tooker y era en realidad un alguacil de la ciudad de Nueva York trabajando de incógnito – era el final de una investigación policial contra Mumler.
A principios de mes, un editor de ciencia del periódico World había hecho llegar al alcalde Hall las quejas contra Mumler de los miembros de una reputada sociedad de fotógrafos de Nueva York. Estos preocupados por mantener la fotografía como una medio veraz y fiable, y dándose cuenta de su extraordinario poder, expresaron su indignación contra el trabajo de Mumler y exigieron una acción inmediata. Tooker arrestó a Mumler el 12 de abril por “estafar a gente crédula con lo que él llamaba fotografías de espíritus”.
“Espiritismo a los tribunales”, “Un fraude estupendo”, “El presunto timo de la fotografía espiritista” – los periódicos de Nueva York reflejaban en sus titulares la detención de Mumler. El interés que generó entre la población fue inmenso. El 21 de abril dio comienzo la vista preliminar, la sala estaba llena de espiritistas que se habían dado cita para mostrar su apoyo a Mumler. Para la prensa como para la acusación, William Mumler era sólo un símbolo, el verdadero acusado era el movimiento espiritista.
El juicio se abrió con la llamada al estrado del alguacil Tooker por parte del fiscal . Tooker relató detalladamente su sesión fotográfica con Mumler, y entonces, aparentemente convencido que el testimonio de Tooker era más que suficiente para el procesamiento, el fiscal concluyó su alegato.
A los fotógrafos les siguió un desfile de clientes. Uno a uno, estos corazones afligidos testificaron en defensa de su oráculo, aferrándose a sus fotografías, que se enseñaron a la sala y pasaron a convertirse en pruebas.
Livermore, el financiero enviado por The Sun, aseguró que era su mujer la que aparecía en sus fotografías, todos sus amigos lo corroboraban. “Fui allí con mi ojos abierto, como un escéptico”, dijo Livermore.
Había tratado de ser más listo que Mumler: Aunque tenía cita para el martes, fue el día de antes, “para desconcertarlo.
De repente, cambié de postura para frustrar cualquier preparativo… Estuve atento en todo momento”.
Quizás el testimonio más desgarrador fue el de Luthera Reeves, que identificó el espíritu de su foto con el hijo que había perdido. Su chico, explicó, había sufrido la misma desviación de columna que el espíritu. Así que, debía de ser él. Con estos testigos, la defensa había puesto en serías dificultades al fiscal: ¿Cómo podía Mumler ser acusado de engañar a gente que claramente sostenía ver a sus seres amados en las fotografías?
La acusación se dio cuenta que había cerrado su caso demasiado pronto, y de que el testimonio del alguacil sería insuficiente para probar el fraude de Mumler. Así que reabrió el caso y llamó a declarar a su propia batería de fotógrafos, cada uno de los cuales explicaba con sumo detalle como usando exposiciones dobles, cómplices disfrazados, lentes y otros trucos, Mumler podía crear sus apariciones. Uno de los fotógrafos explicó algunos de los errores de la foto de Livermore. El financiero proyectaba una sombra en una dirección, mientras que el espíritu de su mujer lo hacía en la otra, un efecto que sólo era posible conseguir con dos fuentes de luz diferentes. Las imágenes habían sido tomadas de manera separada. Era o una doble exposición o un negativo manipulado. Además, ¿Por qué debería un ser etéreo proyectar sombra alguna?
En ese mismo libro, Barnum hablaba de una compra de fotografías espiritistas unos años antes para su museo. Durante su testimonio, Barnum aseguró que la persona a la que había comprado esas fotografías no era otro que William Mumler.
Según Barnum, él mismo había intercambiado cartas con Mumler, en las que este había confesado que sus fotografías eran falsas. Desafortunadamente, según dijo Barnum, esas fotos se habían perdido cuando se quemó su museo en 1865.
Barnum, en un intento de mostrar lo fácil que era fotografiar espíritus, mostró una foto suya con el mismísimo espíritu de Abraham Lincoln, una fotografía bastante similar a las que acostumbraba a hacer Mumler, y que el fotógrafo Abraham Bogardus había obtenido mediante la doble exposición.
El abogado defensor aprovechó la reputación de farsante que tenía Barnum para desacreditarlo, “es un hombre de apesta a fraude”. Cuando no pudo aportar ninguna de las cartas que supuestamente le había escrito Mumler, lo tachó de mentiroso. El abogado también le recordó algunas de las curiosidades que Barnum había exhibido en su museo, como la “Sirena de Feejee” o el “Caballo Lanudo”, y de ser uno de los más grandes charlatanes.
El 3 de mayo, Mumler, que no había dado muestras de nerviosismo durante el juicio, subió por primera vez al estrado para dirigirse al tribunal. Una vez más, no reconoció nada: “Aseguro que no he usado ninguna triquiñuela ni aparato, ni tampoco me he aprovechado de ningún fraude o engaño, a la hora de tomar las fotografías.”
Cuando Mumler acabó, el abogado de la defensa y el fiscal comenzaron sus alegatos finales. Townsend habló durante dos horas y acabó asegurando que “hombres como estos habrían colgado a Galileo, si hubieran vivido en su día”. Su argumentación había sido larga pero poderosa y bien fundamentada. El fiscal, por el contrario, ofreció una errática disertación que iba desde las alucinaciones, pasando por los fantasmas bíblicos y la naturaleza pagana del espiritismo, hasta los nueve métodos de “fabricar” espíritus. “No hay prueba alguna de nada espiritual” en las fotos de Mumler, “sólo evidencias de que ciertas personas creen que existen”.
Y entonces, sin más dilación, el juez pronunció su veredicto. Un veredicto ambiguo y confuso. El juez daba la razón al fiscal afirmando que estaba “moralmente convencido” que Mumler utilizaba el “engaño y el fraude”. Sin embargo, ponía en libertad al fotógrafo. El fiscal había sido incapaz de señalar que engaños usaba Mumler y, entonces, no había caso.
Fue una decisión que no satisfizo a ninguna de las partes. ¿Tomó el juez la decisión más fácil? O ¿consideró que en cuestión de fe y creencias existen varios grados de realidad y de verdad, y él no tenía potestad para decidir sobre ellos? En cualquier caso, Mumler fue liberado, y sus camaradas del movimiento de la “nueva luz” celebraron la liberación de su mártir.
Aunque Mumler había conseguido una cierta fama gracias al caso, su reputación y sus finanzas se habían resentido seriamente. Inmediatamente después del juicio decidió dejar Nueva York y volver a Boston, donde abriría otro estudio fotográfico, aunque mucho más modesto. Mumler continuó con su extraña profesión, fotografiando creyentes a los que proporcionaba sus dudosos consuelos. En esta época final es cuando Mumler realizaría su foto más famosa, la de la viuda de Abraham Lincoln con el espíritu de este.
Según una versión de la historia, Mary Todd Lincoln entró en el estudio de Mumler oculta bajo un velo negro y dando un nombre falso. Mary, destrozada por el asesinato de su marido y la muerte de tres de sus cuatro hijos antes de que cumplieran los 18, había recurrido hacía tiempo al espiritismo para obtener consuelo, pero se sabía muchos de sus trucos y fraudes. Decidida a no dejarse engañar, no reveló su rostro hasta justo el momento de la foto.
Mumler no la reconoció, o eso aseguraba, hasta el momento de revelar la fotografía, el momento en que el espíritu de su marido apareció detrás de ella, apoyando sus manos sobre sus hombros.
Mumler moriría a los pocos años, en 1884. Su talento como fotógrafo sólo rivalizó con su talento como artista de la estafa, pero murió pobre, no consiguió recuperarse de los 3.000 dólares que le costó su defensa, una pequeña fortuna en aquella época. Pese a todas su vicisitudes, Mumler mantuvo hasta el final que él era “únicamente un mero instrumento” para la revelación de la “hermosa verdad”. Para que nadie pudiera probar lo contrario, Mumler destruyó todos sus negativos poco antes de su muerte.
Fuente: http://www.cabovolo.com/2009/07/william-h-mumler-el-fotografo-de-los.html
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